sábado, 5 de noviembre de 2016

Sudoku: Adicción, pasatiempo ¿o qué?

Mucho tiempo mantuve el sudoku a distancia. Antes no me inspiraba confianza, ni entusiasmo. Anotar los numeritos sin certezas, siguiendo pistas, dudando hasta el final, y sospechando -como si fuera algo muy, muy terrible- que hubiese soluciones múltiples y no sólo una... 
Tampoco ayudaba desconocer las estrategias y lo que implicaban. "Pensar con lógica -me decía- ¿silogismos, premisas, inferencias? ¿cosas así? ¡Qué miedo!"
Pero cuando tuve el libro de Carol Vorderman, vi que en el sudoku todo se reducía a ver -nada más ver- y anotar los números: "Si éste sí, entonces éste no. Si éste no, entonces éste podría ser". E ir buscando los "éste sí" para reducir las probabilidades de “no” de los números faltantes, hasta que tienes todas las casillas llenas. 
Entonces sí, le entré al pasatiempo. Sin prisas, ni ansiedades; en ratos muertos, como se acostumbra. Vi, con sorpresa, que funcionaba; que el sudoku se desenredaba con cada número anotado en su casilla. Ésa fue mi primera asociación al jugar: la de un hilo hecho nudos, que hay que desenredar para continuar la costura. Nada de metáforas científicas, matemáticas, algoritmos, ni nada de eso. El problema para mí siempre ha consistido en "un nudo" que hay que deshacer sin romper el hilo, con cuidado, con paciencia. 
Hay otro aspecto del sudoku que asocio con mi niñez. En este caso es gráfico. No había problema de nudos o hilazas; sino libertad, curiosidad, y un objetivo definido. Además de varias hojas de cuadrícula y una caja de crayones (la forma más pura de felicidad...)
Empecé por combinar colores, luego hice series alternándolos y finalmente discurrí pintar los cuadritos con colores diferentes y sin repetir, para hacer un tapiz. Recuerdo mi entusiasmo: Ponía un color al centro y lo rodeaba de otros ocho diferentes; después, cada uno de esos ocho colores debía a su vez estar rodeado de ocho colores diferentes... ¿intuía un sudoku de colores? No logré mi propósito: me acabé las hojas y me faltaron colores.
Cuando resuelvo un sudoku ambas imágenes están presentes, el nudo que va cediendo poco a poco y la retícula coloreada, con la sensación de logro en común.
Ahora regreso al libro de Carol y a otro momento de mi vida.
Al principio, más que solucionar un sudoku, lo que yo pretendía era ver cómo mi cerebro se las arreglaba para resolverlos. ¡Vaya chasco! Descubrí que “no pensaba”. Sólo seguía las pistas que se desencadenaban, una tras otra, cada vez que acomodaba un número. Fila, columna, región. Divertido, sí, pero ¿y lo de la lógica? Me salté páginas para resolver los sudokus superdifíciles: lo mismo. Decepcionada, dejé de jugar sudoku. El libro quedó por allí, medio olvidado, más bien perdido. Algo no estaba funcionando, pero no imaginaba qué.
Un buen día, dos o tres años después, tuve que frecuentar hospitales más seguido de lo que deseaba. Los tiempos de espera para ser atendida y el deseo de distraer mi mente de los pronósticos que me aguardaban, me recordaron mi libro abandonado. Así, volví al Sudoku.
Encontré que la concentración necesaria para resolverlos le daba respiro a mi angustia. Las radiaciones eran menos importantes que acabar el juego antes de recibirlas. Tuve que comprar más sudokus, y entrar a internet y bajar aplicaciones. Sí -lo confieso-, también resuelvo sudokus on line.
Y aunque todos los sudokus se parecen, descubrí que había algunos que no eran simétricos, que ofrecían mayor dificultad, que me generaban reflexiones divertidas… Empecé a sentir que el tapiz de colores incompleto era la clave y me dejé llevar -aún sin saber qué busco y sintiendo que a cada paso algo se me escapa-. Porque eso es lo que quiero, descifrarlo; no ser master sudoku en competencias mundiales. 

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